Píramo era un joven apuesto y Tisbe era una bella doncella. Vivían con sus padres en casas contiguas y la vecindad fue uniendo a los jóvenes hasta que la amistad se tornó en amor. Se querían mucho pero sus padres no veían esta relación con buenos ojos. Por este motivo la pareja sólo podía verse a través de una grieta que había en el muro que separaba las dos casas y en la que nadie se había fijado antes, pero que los amantes pronto descubrieron. 

Como no podían besarse ni hacer nada por esa grieta, solo podían hablar, un día esto llegó al límite.
PIRAMO: amor mío, tenemos que vivir nuestras vidas. Viviremos siempre juntos. Te espero esta noche en el sepulcro de Nino, a las afueras de la ciudad. El que llegue primero esperará al otro al pie de una morera que hay junto a una fuente.
TISBE: me parece bien, cariño. Allí nos encontraremos.
Tisbe fue aquella noche al sepulcro, como había prometido a Píramo. Sin embargo, él aún no había llegado. De repente, un león apareció tras la morera y Tisbe huyó rápidamente. Del susto se le cayó el pañuelo que llevaba en el cuello y el león lo destrozó con sus enormes dientes, tiñéndolo de rojo.
Después de esto, Píramo llegó y vio las huellas del león y el pañuelo de Tisbe en el suelo, lleno de sangre, empalideció y se temió lo peor. Creyó que su amada había muerto en las garras del león y recogió el velo y lo cubrió de besos y lagrimas.
Entonces cogió el velo de Tisbe, sacó su espada y se la clavó en el pecho.
La sangre que brotó de la herida tiñó de rojo las blancas moras del árbol; penetró en la tierra y alcanzó las raíces de forma que el color rojo ascendió por el tronco hasta llegar a los frutos.
Más tarde llegó Tisbe desesperada y muerta de miedo, y vio a su amado muerto en al árbol que habían quedado. Al verlo así, pensó que su amor era tan valiente que se iría con Píramo. Entonces cogió la espada de su amado y se la clavó al lado de su amado.
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